
Ahora que se aproxima un periodo de vacaciones os dejamos un relato escrito por mí sobre la Leyenda del Covacho del Ladrón. Espero os guste. El Covacho está situado en las proximidades de nuestras casas rurales Las Encinas y Camaretas. Más cercano a estás últimas desde donde se divisa.
De pequeña oía una y otra vez la leyenda del Covacho del Ladrón. No sé con seguridad cuánto hay de real en ella. Me fascinaba el misterio que envolvía al ladrón. Y más allá de lo contado, mi imaginación volaba, fantaseaba sobre su vida y avasallaba con preguntas a los mayores. ¿Cómo era físicamente? ¿Cómo había llegado allí? ¿No tenía casa? ¿Era un maquis? ¿Era un moro escondido desde los tiempos dela Reconquista? ¿Vivía solo? ¿Era peligroso? Mi curiosidad aumentaba ante la falta de respuestas concretas. Nadie le vió durante el largo tiempo en el que día tras día iban desapareciendo reses de los atajos de ganado de los vecinos de las aldeas aledañas.
Era difícil situar la leyenda en un contexto histórico preciso, tampoco era necesario. A ellos también se la habían contado. Lo mismo podían ser los convulsos y agitados años de la II República, como los de la postguerra. O, como yo creía, muchísimo antes, cuando los moriscos.
A los lugareños cada atardecer en el recuento del ganado les faltaba algún corderillo o una oveja. A todos. Subían con los rebaños desde Camaretas y Bochorna a a las faldas del Covacho del Ladrón en el Monte Ardal. El Covacho se abría al valle en mitad de una gran roca caliza. A él no era fácil acceder, había que trepar por la roca. A ningún vecino se le había ocurrido nunca. Era un refugio perfecto, desde allí se oteaba todo el valle. Bajo él, una estrecha y pedregosa senda serpenteaba por aquellas escarpadas laderas y por ella desfilaban por la tarde los pastores con sus rebaños camino de la Cueva usada como abrigo en las temporadas en que no eran días de paridera.
Un vecino de Camaretas fue el primero en echar en falta entre sus ovejas a un corderillo. Le esperó por si venía rezagado, la noche acechaba y salió en su busca sin resultado. Al día siguiente le buscó por el monte, sin rastro. El mismo suceso fue aconteciendo en los días sucesivos con otros vecinos; cada dos o tres días les faltaba un borrego, un cabrito o una oveja. Nadie se lo explicaba. Eran tiempos de lobos, pero no parecía cosa de ellos. Las águilas podían alzar un corderillo pero no una oveja.
Así pensaron que alguien les robaba. Pero ¿quien? Y de dónde venía. Estaban alerta. En uno de esos días de pastoreo, Gervasio Cachas Negras, un zagal fuerte y corpulento y muy agudo, volvía del Labrado Peñasquero con sus ovejas y cabras y al pasar a los pies del Covacho se topó con un montón enorme de huesos, tan limpios como los dejan los buitres después de un festín. Muchos huesos. Eran de res.
Presintió que alguien habitaba el Covacho y tras comer los animales robados arrojaba los restos fuera. Así, se dispuso vigilante y al acecho. Al tercer día se tensó al oír el crujido de un rama y creyó ver escurrirse sigilosamente un bulto más oscuro que el terciopelo negro envuelto en la niebla, pero esa noche no faltó ninguna res. Al quinto día dió un respingo y sintió ira ante la presencia del aquel desconocido al que solo vislumbró. Esa noche tampoco le faltó ninguna res. Un semana después, antes de ponerse el sol, una figura corpulenta emergió de entre las sombras fantasmagóricas de los pinos y se aproximó al final de la fila de ovejas. Sin dudarlo, Gervasio Cachas Negras desplegó y cargó su honda de esparto, apuntó y lanzó la piedra con fuerza contra la sién del ladrón que se derrumbó cayendo de bruces sobre las aljumas y tiñendo de rojo el mullido musgo del pinar. Siempre tuvo buena puntería.